Más allá de las doctrinas religiosas que apuestan por la inmortalidad del alma o de la conciencia, pensar en la mortalidad del ser humano, o sea nuestra propia muerte física, es una idea que innegablemente de alguna forma nos aterra. La inmortalidad más allá de nuestro cuerpo físico, es considerada por algunos pensadores, como el invento creado para remediar la angustia y el miedo que produce en el ser humano, la conciencia de su limitada vida, y constituye la base de las doctrinas religiosas, que fecundan la esperanza de poder vencer a la muerte. En términos corporales, de hecho de aquí a un poco más de cien años, nadie de los que vivimos actualmente estará vivo, pero al igual que muchos confiarán en una vida eterna después de la muerte, confiamos que nuestros descendientes seguirán habitando este planeta azul.
La inmortalidad al igual que antes, todavía es un gran misterio para la humanidad, de hecho se la percibe como la calamidad más “democrática” que existe; tanto para la nobleza y la plebe, el pobre y el rico, el blanco y el negro, para el justo y el malvado, para el sabio y el mundano. De hecho el género humano con su corta existencia, hablemos de un millón de años en relación a los 4.500 millones de años que marca la existencia de nuestro planeta, es proclive a la muerte total. La búsqueda de la vida eterna, sea por mecanismos místicos o científicos, estará presente siempre en la conciencia del hombre entendido como género. Es muy posible, según cómo avanza la ciencia, en un plazo no muy largo, el hombre logre revertir la muerte; por ejemplo con el uso de microprocesadores cuánticos, que dentro de cuerpos artificiales indestructibles, podrían recibir toda la conciencia y el conocimiento de un cerebro biológico. Pero surgiría otro dilema existencial, al notar que vivir eternamente puede ser aburrido.
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