Recuerdo remotamente cuando pequeño, mi padre me llevaba de la mano a algunos de sus viajes de “mindaláe”, donde mi extrañeza al percatarme de un mundo urbano totalmente distinto al campo de nuestra comunidad, hacía sentir un poco de temor; pero nuestros padres siempre estaban ahí, para cuidarnos, para brindarnos fortaleza. También recuerdo el día más feliz de mi niñez, cuando a la edad de unos ocho años, mis papás me compraron una bicicleta azul, una chopper con luces, que en aquella época realmente era un lujo para mí. Tantas atenciones, tantos consejos que nos han llenado como seres humanos completos, sin fisuras emocionales de ningún tipo, hacen que como mis hermanos, mi hermana, yo me regocije de la vida que hemos tenido dentro de nuestra familia, para agradecer ahora, en vida, a nuestros queridos papá y mamá.
Muchos habremos tenido el privilegio de haber participado de una vida familiar respetuosa y equilibrada, más aún muchos de nosotros tenemos la gran dicha de poder contar con la presencia, el cariño y el afecto de nuestros padres. Reconocer la labor y el sacrificio que han tenido nuestros progenitores en la vida de sus hijos, es un gran acto de justicia familiar, al cual nadie debería quitar la vista. Al envejecer, en el ocaso de la vida, el ser humano se torna frágil en los dos sentidos, el físico y el emocional; es el momento que nosotros como hijos e hijas, con un desborde de satisfacción, debemos brindar nuestro respeto, nuestra asistencia; hacer del resto de su existencia, tranquila y confortable. Lejos de las circunstancias que nos ha tocado vivir en la vida, seamos agradecidos y atentos con nuestros viejos, con nuestros padres; si lo hacemos así, después de su partida, no nos invadirá ningún remordimiento y nuestra vida será más grata.
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