El carnaval, entiendo, es una época precuaresmal destinada a los excesos, a la diversión, a la irreverencia generalizada y al movimiento turístico con fines económicos. Con esta premisa, supongo, no nos debería sorprender por ejemplo que el “lugar sagrado de los grandes espectáculos” del Pawkar Raymi, se haya convertido en el primer espacio “comunitario”, público, abierto para el consumo libre de drogas. No nos debería llamar la atención, que ciertos valores culturales considerados sagrados y propios de pueblos ancestrales, se comercialice como un souvenir industrial de poco valor. No nos debería sorprender la ingesta desmedida de alcohol por doquier, entre jóvenes que ni siquiera cumplirán los dieciocho. No nos debería sorprender que a pretexto de la celebración “sacra”; calles, plazas, veredas, terrenos y hasta autopistas, se hayan convertido en mercados ambulantes, sin el mínimo control de las autoridades competentes. Ventas de comidas bajo el humo asfixiante del polvo, esmog, espuma y colorantes que incluso podrían tener anilina.
En contraste a esta alocada visión del carnaval actual, viene a mi memoria la figura de nuestra “jatuku” -abuela- que cada martes de carnaval, el día del famoso hoy “tumarina”, llegaba a nuestra casa, un poco antes del amanecer, para verter agua y flores del campo sobre nuestra cabeza, con tal solemnidad que solo nos remitíamos a agradecer reiteradamente. Más de día ya en la plaza de la comunidad, los compadres y familiares se reencontraban, se intercambiaban alimentos, para después recrear este ritual pero ya no con flores, sino con globos de agua que recién se habían introducido. La solemnidad del “florecimiento”, el “chimpachi”, la transmisión intergeneracional de la cultura en el caso delos kichwas, va sucumbiendo, ante el poder de los bufones carnavaleros de la diversión y el placer.
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