En un cálido día de verano, varios niños entre ellos mis
sobrinas, juegan y corretean alegres en el parque del vecindario; al poco rato
llega despacio un auto con unos dos tipos fornidos, de lentes oscuros y de
uniforme azul; son policías, se bajan del patrullero y conversan con los
pequeñines que no le hacen mucho caso. Al rato nos contaron que los policías,
les habían dado dulces y les habían preguntado de cómo les trataban sus padres.
Es una típica escena de un barrio residencial de una tranquila ciudad estadounidense.
En muchos países, creo que en el nuestro también, el maltrato infantil es
penado, como debe ser, por la legislación vigente.
En la mayoría de países donde la democracia ha logrado una
cierta madurez, se nota que una de sus prioridades es la niñez. Se destinan
cantidades considerables de recursos a este sector de la población, se hace un
seguimiento y se actualiza constantemente su sistema educativo; en esta lista
estarían países europeos principalmente, junto a Estados Unidos, Canadá y el
mismo Japón. Para la consecución de esta
prioridad, sencillamente los países y su clase política han entendido al pie de
la letra, que el futuro lo forjarán nuestros niños y niñas. Más allá de este
simple razonamiento, hay que entender que es un deber moral de los adultos,
proteger la frágil inocencia de nuestros pequeños, absolutamente sin distinción
de ningún tipo. Las políticas de estado, destinadas hacia la niñez, proyectan
el grado de desarrollo social y cultural que tiene una nación.
El gobierno, mejor dicho el Estado, debe estructurar todo un
aparato multidisciplinario permanente, que vele siempre por el bienestar
integral de toda la niñez. En primera instancia eliminar la desnutrición,
continuamente garantizar ese ambiente de amor y felicidad que todo niño
necesita dentro y fuera de su hogar.
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