Ciertamente muchos habremos padecido una crisis existencial
en alguna etapa de nuestras vidas. Enhorabuena haber trascendido un poco más
allá de la trivialidad conceptual de lo que representa nuestra vida, nuestra
existencia y haber divagado en aquel vasto universo de preguntas y respuestas.
Pero salir airoso de esta etapa confusa de nuestra existencia es difícil, si no
tenemos los suficientes insumos intelectuales para hacerlo, dentro de una
intelectualidad entendida como sabiduría recabada no solamente en los bancos
del conocimiento humano, sino también en la capacidad de poder percibir
adecuadamente nuestro universo inmediato.
Sin haber alcanzado el nivel conceptual de la vida y de la
felicidad de aquel monje que vendió su Ferrari, he osado en descubrir cuál es
la razón de nuestra existencia, ¿Para qué estamos aquí en este mundo? ¿Cuál es
nuestro propósito? Me he encontrado con varios amigos que buscan respuestas a
estas preguntas y yo he sido enfático en responder para calmar sus aflicciones:
El propósito de nuestra existencia es ser felices y hacer felices a los que nos
rodean. Es la regla básica que construye y retroalimenta la felicidad de cada
uno de nosotros.
En un mundo que sinonimia
el poder, el dinero y la fama con la felicidad; en un mundo lleno de
egoísmos, es difícil centrarnos en la luz de este precepto, pero ahí está el
reto y la respuesta, si queremos verdaderamente descubrir la genuina felicidad,
en el círculo virtuoso de que para ser felices hay que repartir felicidad, que
por cierto es una amalgama de sensaciones difícil de explicar. ¿Pero cómo hacer
felices a los que nos rodean? La respuesta está en compartir. Por más pobres
que seamos, tenemos mucho que compartir con los demás: una sonrisa, un saludo,
brindar nuestra confianza, nuestra ayuda, nuestro cariño, nuestro amor sincero,
nuestra comprensión. Bien decía San Francisco de Asís, que “Es feliz quien nada
retiene para sí”
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