En la segunda mitad del siglo XIX, las relaciones entre las comunidades indígenas más rebeldes que no se sometieron nunca al yugo de la sociedad blanco-mestiza y el Estado ecuatoriano, eran muy tensas. Tal como había contado el taita José Manuel Amaguaña, mi bisabuelo; posiblemente a finales del periodo presidencial de García Moreno, Agato era una comarca pequeña, asentada en las faldas del cerro Imbabura, que albergaba a los indios más bravos de la región. En aquella época el Estado ecuatoriano trataba de imponer por las buenas o por las malas el pago de tributos; sean estos en dinero, animales, productos agrícolas o la mano de obra, en la que se producían humillantes arbitrariedades y abusos, que hasta entonces solamente Fernando Daquilema en la provincia de Chimborazo, se había rebelado.
Pues llegaron en ese tiempo a esta comunidad, las autoridades tributarias y su grupo de guardia civil, a imponer su ley y la ley del Estado. Indignados de tanto atropello los comuneros reaccionaron y cercaron temerariamente a la comitiva, para luego someterlos y castigarlos al puro estilo de la ya conocida justicia indígena. Fueron azotados, bañados, y expulsados desnudos de la comunidad; fue tanta la indignación y humillación de las autoridades oficiales, que en represalia, como estaban acostumbrados en aquella época, no vacilaron en utilizar a la milicia nacional, con miras a realizar una incursión militar que exterminaría a los rebeldes de esta comunidad.
El ejército con una bandera roja en señal de guerra, avanzó hasta acampar en la comunidad vecina de Peguche, todo indicaba que se produciría un enfrentamiento, quizá una masacre de impredecibles proporciones. Ante la presencia del ejército empezaron a sonar los churos en la comunidad y todos armados con palos, piedras y garrotes, se apresuraron a tomar posición al filo y el trayecto de la acequia que cruza por el sector de Chimbaloma, dispuestos a no rehuir a la batalla. Afortunadamente el ejército se retiró y nunca fue fácil someter a los indios de Agato.
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