Lamentablemente muchas veces la lucha política se torna violenta; santificada por unos y maldecida por otros, siempre ha sido así; muerte, destrucción y barbarie a nombre de la libertad. El pasado 11 de septiembre se conmemoró los 40 años del golpe de Estado y el asesinato del Presidente socialista Salvador Allende, por parte de los militares chilenos encabezados por el General Augusto Pinochet; hecho traumático y violento que giró radicalmente el destino de un país latinoamericano que había recreado el inédito caso de un socialismo eleccionario. Paralelamente se recuerda los terribles atentados terroristas ocurridos en Nueva York y otros sitios de Estados Unidos en el 2001.
Las naciones y sus dirigentes no han subestimado la pérdida de vidas humana a la hora de imponer sus ideales, que paradójicamente se rotulan a nombre de todos. Millones de muertos y desaparecidos a manos del régimen estalinista en la antigua Unión Soviética, millones de victimas en la llamada Revolución Cultural de la China de la segunda mitad del siglo XX, otros millones de muertos en la guerra de Vietnam; al igual que en otros gobiernos dictatoriales, miles de muertos y desaparecidos en el régimen militar chileno. La sociedad chilena quedó fraccionada gravemente, como un trauma nacional difícil de curar incluso después de más de 20 años de haber regresado al régimen democrático, y tardará varios años más para que esta herida social comience a cicatrizarse.
En una carnicería humana no podemos justificar a nadie, masacre es masacre; más peor aún si es que se involucra civiles inocentes; no importa que sean patriotas, revolucionarios o terroristas; es irrelevante que sean sirios, chinos o norteamericanos, a la final muerte es muerte. Es importante elevar el poder vinculante de la ONU para que empiece a legislar seriamente en temas tan trascendentales como: derechos civiles y colectivos, restricción a la producción y comercio de armas, cambio de la matriz energética, nuevo orden económico mundial, movilidad humana, entre otros.
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